Cuando era niña, los domingos tenían un ritual que marcó para siempre mi forma de mirar el mundo: mi mamá nos llevaba a mi abuelita Luchita y a mí a comprar plantas a los viveros de Paine. Ella era una gran amante de las plantas y la naturaleza. Eran momentos de pura alegría y volvíamos con la maleta de la citrola repleta de verdes y aromas. Es el recuerdo más claro y feliz que guardo de mi infancia.
Me vestían con calcetines de vuelos y zapatos de charol, pero lo que realmente anhelaba —antes que ropa bonita— eran herramientas de jardín: una carretilla, una pala y un chuzo… y, por supuesto, semillas.
Entre maceteros, aromas y colores, descubrí que cada especie tenía una historia, un cuidado especial y un lugar donde crecer en su hábitat natural. Ese vínculo temprano con la tierra y sus ciclos fue el inicio de un amor que con los años se convirtió en mi profesión y propósito. Podía pasar horas observando cómo germinaban las semillas. No se trataba solo de esperar una planta: era descubrir un mundo entero que comenzaba a abrirse paso, silencioso pero decidido.
He recorrido cerros, humedales, parques urbanos y desiertos altoandinos buscando algo más que "la especie correcta para el lugar correcto". Mi misión es tejer relaciones duraderas entre las plantas, el suelo, su ecosistema y las personas, integrando conocimientos científicos con prácticas sostenibles y soluciones adaptadas a la naturaleza.
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